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La frustración, un enemigo implacable

Lo veo a Ruggeri levantando la Copa América en Guayaquil ese 4 de julio de 1993 pero es una imagen difusa, que se esfuma a medida que recuerdo esa celebración y se convierte abruptamente en una pesadilla; es abrumador y contradictorio, sucede que cuando una fiesta como aquella se va enterrando en la historia de manera tan profunda, a los que tuvimos el privilegio de presenciarla y disfrutarla como periodistas, nos golpea con la recurrencia de un percutor todo este tiempo de frustraciones, de penas nuestras y vaquitas ajenas.
Ahora sí veo con nítida definición a 50 metros de la tribuna de prensa del estadio Nacional de Santiago a Claudio Bravo, al capitán de la selección chilena ofrecer al cielo ese centenario trofeo que por primera vez se va a quedar por un tiempo en tierras de Pedro Valdivia; y esto es parte de una realidad que se prolonga cruelmente desde aquel episodio en Ecuador.
El equipo albiceleste no logró reunir sus principales virtudes, alinear sus astros y tomar este trofeo con la autoridad de un gigante; inesperadamente, le crecieron debilidades y cuando todos esperaban como plusvalía, esa actitud propia de los equipos con jugadores distintos en estas instancias, un nuevo revés desnudó nuevamente ciertas flaquezas de espíritu.
El análisis es complejo porque la supremacía del rival, no fue clara y por momentos, este interminable partido proyectó una gran paridad con una leve ventaja en la intención de poner el partido en campo contrario del equipo albiceleste, pero también la laxitud ofensiva y la poca actividad de los hombres de ataque, propician una crítica severa.
El entrenador admite que cuando se juntan los mejores valores despiertan muchas ilusiones entre los futboleros de nuestro país y que no se trata sólo de un exitismo crónico, que esa expectativa se corresponde con el talento individual que como muy pocos, acaso nadie, congrega a nivel de combinados; de modo que tales exigencias no son otra cosa que una consecuencia de ese potencial. Argentina tenía el deber de llegar a jugar el partido final y la obligación de alzar este trofeo por tratarse esta, de la generación mejor dotada técnicamente.
Las aspiraciones tenían sobrados argumentos y en todo el país se propaló una agradable sensación, de esas premonitorias con final feliz y una vez más, estos colores sedujeron e ilusionaron a los aficionados que si bien, en la primera parte del torneo, se mostraban algo indiferentes, a partir de la goleada ante Paraguay y la motivación que Chile como anfitrión y adversario, provocaba, redobló su voto de confianza e imaginó un domingo de celebración y desahogo.
No pudo ser, el fútbol argentino convive hace décadas con un enemigo íntimo implacable, la frustración.

CON LUCES APAGADAS
Es necesario repasar que hasta antes de la semifinal, la sensación era preocupante por aquello de “el equipo de los goles dormidos” que pusieron en riesgo la clasificación al prolongar su destino en esta copa en una definición desde el punto del penal ante Colombia, rival al que por momentos, vapuleó sin poder vulnerar el arco de Ospina. Una señal que desvelaba a Martino, pero ante Paraguay todo fluyó y los 6 goles con los que Argentina despachó al equipo de Ramón Díaz, transmitieron una peligrosa sensación de solvencia que reapareció en la final ante los chilenos.
El debate que recorre el país no sólo tiene lugar a partir del resultado que obviamente, provocan una enorme desazón, instala a manera de dudas, los reflejos del entrenador en cuanto a la lectura del juego en muchos de los partidos de este torneo y también de la autoridad de la que dispone para introducir las variantes más adecuadas. Pensar exageradamente en las propiedades del adversario puede tornarse una trampa si esas conclusiones, despersonalizan el propio andar y confunden tácticamente.
El trámite de juego de esta final fue parejo y los dos sufrieron el impacto de las decisiones puntuales de los dos conductores, Sampaoli también resignó parte de su repertorio pero el que más lo padeció fue el elenco nacional, que después de 15 minutos de presión ordenada en la salida de La Roja, perdió la pelota, se desalineó y sin padecer la intensidad de juego que proponía habitualmente esta selección, perdió su identidad y las propiedades más destacadas.
Después, esa providencia esquiva, la prematura lesión de Di María, las fatigas musculares de Mascherano y Lavezzi y el enigmático desgano de Lionel Messi, que volvió a decepcionar en un partido clave del equipo mayor, armaron un final no deseado donde la historia volvió a repetirse, prolongando la reparación que necesita el fútbol argentino, vaya una a saber hasta qué tiempo.
Chile vive su hora más emotiva y se nota en cada rostro, en cada recuerdo, en las necesidades postergadas de muchas generaciones y por ello, es absolutamente justo y merecido.
Salud Chile, no olvidaremos esta memorable celebración.